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¡Ave César!

TEXTO: CARLOS MARAÑÓN

Todo se vino abajo cuando el Imperio empezó a pagar a traidores. Los héroes empezaron a llevar pantalones -sería a finales de los años sesenta (siglo XX después de Cristo, claro)-, y el muy ilustre gremio de fabricantes diplomados de cartón piedra se fue a la ruina. No podían vivir en exclusiva de los ninots de las fallas de Valencia. Se habían malacostumbrado: que si Romas y Cartagos, que si anfiteatros, un templo a Zeus por aquí, una pirámide por allá. Sucedió que hubo un banquete en el Olimpo de los géneros y el spaghetti-western, más tarde devorado por las naves espaciales, se comió al péplum, indigesto pero hasta entonces lujoso envoltorio. Un saco en el que formaban griegos, romanos, egipcios, arameos y otros habitantes de la torre de Babel. Las barbas de Moisés, una carrerita desde Marathon, los trabajos de Hércules, ríos que se abren, abundantes plagas, pirámides, cuádrigas, y gladiadores. ¡Oh, gladiadores!

Ridley Scott sabe latín. Y algo más: el director de Blade Runner, Thelma y Louise y 1492 ha recuperado las cenizas del Imperio y devuelve su esplendor a las legiones romanas. El espectáculo sigue vendiendo. Ésa es la principal razón de ser de este proyecto que nació, no de una pretendida afición de Scott por Roma a la manera de Terenci Moix por Egipto ni de ningún viaje revelador del realizador de Los duelistas por los restos arqueológicos de Pompeya. Este rescate de los bárbaros, los tribunos y los plebeyos no surgió motu proprio. Fue un buen guión dejado caer ex profeso en manos de Ridley Scott el que provocó el entusiasmo del cineasta: "Era una oportunidad magnífica para revisitar la figura del héroe, enfrentar una vida de lucha con la inmortalidad". El cine de romanos como excusa para recuperar los tiros largos. Naturalmente, no fue una elección al azar: suponía todo un reto resucitar un género como el péplum, rara avis para las generaciones de la gameboy. A priori, si Spielberg, que algo sabe de cine, y su DreamWorks están detrás del proyecto, el estreno mundial del filme puede ser el súmmum.

Gladiador trata de demostrar que el genero "de romanos" sólo estaba dormido, varado en las profundidades de un Mare Nóstrum de caspa, anclado sine die por unos rodajes caóticos y poco rentables. Eso, a pesar de que es una película cara, muy cara, con un presupuesto de más de 16.000 millones de pesetas que podían haber sido más de no mediar la tecnología. Scott se ha aprovechado de los ordenadores, ese nuevo ejército de armaduras preparadas para abaratar en algo -tampoco mucho, visto el montante total- los costes faraónicos de las producciones de antaño. Los 45.000 extras utilizados en la cinta, una cifra ya desmesurada –piensen en bocadillos–, han sido multiplicados digitalmente hasta el asombro; el coliseo del filme es en realidad una imagen virtual de la que sólo se salvan las primeras filas de los graderíos. Ridley Scott, alma máter de algunos de los más arriesgados proyectos del cine reciente, ha sabido esperar el momento más propicio, y ha pillado al público in fraganti, ávido de nuevas sensaciones, aunque los héroes tengan que volver a llevar falditas y taparrabos.

Protagonizada por Russell Crowe, el australiano que viene de pelear cuerpo a cuerpo por un Oscar con su papel en El dilema y que se ha entrenado en un gimnasio para blandir el pílum, Gladiador es la historia de Máximo, victorioso general romano nacido en Hispania, mano derecha del emperador Marco Aurelio (nadie mejor que el veterano Richard Harris). La muerte del emperador, que había pensado en Máximo para sucederle y restaurar la república, provoca la subida al poder de su hijo, el heredero del trono, Cómodo, un papel desquiciado para Joaquin Phoenix. Celoso del trato de favor de su padre hacia Máximo, Cómodo condena a muerte al general y a su familia, una sentencia de la que se salva en una huida al ostracismo del que vuelve convertido en gladiador. Oliver Reed, que falleció durante el rodaje en Malta, es Próximo, adiestrador de los gladiadores, el hombre que enseña a Máximo ex cátedra cómo ganarse el corazón de las masas en el Coliseo. Desde la arena del circo desafiará la cólera del emperador y con la ayuda del pueblo, que lo considera un héroe, un factótum de la libertad, intentará vengar a su familia y matar al emperador.

La historia como excusa

Una réplica de Roma se instaló en la isla de Malta durante 19 semanas. Los bosques germanos de la primera escena, una batalla contra los bárbaros, eran en realidad frondosos parajes de Inglaterra y las secuencias de la escuela de gladiadores se rodaron en una casbah marroquí. Las reproducciones monumentales y la ambientación son irreprochables, pero siguiendo la tradición de los años cincuenta y sesenta, la fidelidad histórica del argumento no es lo más importante. Se da cuartelillo a la historia para que discurra a su aire, eso sí, sin salir de los lindes del Imperio, de sus vías y sus palacios. La historia de Máximo es deudora de dos de los péplum más recordados de la historia. Por un lado la ambientación gladiadora recuerda a Espartaco, el filme de Kubrick en el que Kirk Douglas se rebela contra el poder, una obra maestra que va más allá de unos decorados suntuosos o unas batallas bien rodadas; por otro, La caída del Imperio Romano, legendaria superproducción, un clásico rodado en España, firmado por Anthony Mann e interpretado por James Mason, Alec Guiness y Sofía Loren como Lucilla, la hermana del emperador Cómodo, papel que interpreta en Gladiador la danesa Connie Nielsen.

Dícese péplum de aquella vestidura sin mangas que bajaba de los hombros hasta la cintura formando caídas en punta usada en tiempos por los griegos. Tomado el todo por la parte, pasó a denominarse péplum al sarpullido de películas que durante los cincuenta y sesenta llenaron de sandalias, muslos depilados y colores chillones las sesiones dobles de las tardes del sábado. La generalización histórica es peligrosa. Se mezclan 3.000 años de historia y se utiliza la historia como un mero telón de fondo ambiental en el que se sucedían las peripecias más espectaculares.

Aquella fiebre por la superproducción respondía a una muy concreta lacra naciente, lucro cesante para la industria del cine: la televisión. Su expansión a las clases medias supuso un fuerte golpe para el cine, que necesitaba atraer a los espectadores con nuevas fórmulas. Fruto de ese empeño llegaron el cinemascope, vehículo para el lucimiento de esos fenomenales decorados; el technicolor, la estereofonía y los sistemas de coproducción, que abarataron costes al trasladar los rodajes a la emergente Europa de la posguerra. Allí se rodaron batallas de Esparta y Siracusa, los chanzas de Jasón y Ulises, todas las andanzas griegas de Hércules (un fornido Steve Reeves), o los engendros de un romano llamado Maciste, que viajaba incluso en el tiempo.

Pero los filmes basados en la historia clásica siempre han existido, desde Georges Méliès a la industria italiana de principios de siglo. El divismo y el colosalismo provocaron las primeras versiones de Quo Vadis? o Los últimos días de Pompeya. Antes de los años treinta, en EE UU, De Mille y los estudios se atrevieron con más versiones de Ben-Hur, Cleopatra, Rey de Reyes y Quo Vadis?

El aliento de los héroes

Fue precisamente Quo Vadis? (1951), de Mervyn LeRoy, el filme que inauguró simbólicamente el género. Sería raro pensar en Nerón y no recurrir a la imagen de Peter Ustinov desafinando mientras da fuego a Roma. O no asociar una de romanos con con Charlton Heston (Ben-Hur, Marco Antonio y Cleopatra, Los diez mandamientos, y hasta El Cid), casi un subgénero en sí mismo. Escasamente representadas las chicas, con papeles escotados y transparencias permitidas -rolliza Liz Taylor en Cleopatra, Hedy Lamarr en Sansón y Dalila (según Groucho Marx tenía menos pecho que su partener Víctor Mature) o Rossana Podesta, en Helena de Troya-, el protagonismo era el del brillo de las corazas de los grandes galanes, que lucían hojalata y filo de acero: Richard Burton (con su mujer en Cleopatra, Alejandro Magno, La túnica sagrada), Marlon Brando (Julio César), el Ramsés de Yul Brynner y sus relucires, o el Barrabás de Anthony Quinn. Gladiador recoge el aliento de aquellos héroes briosos en sus sagradas túnicas, deja la serie B hecha en Europa de lado y pone lujo y tecnología al servicio del emperador. Tanto, que no se ha colado ningún reloj de pulsera entre la multitud. Roma no paga traidores, una vez más.


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