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Crítica EL PAIS

Sólido, pero hueco

Brillante, como siempre, y hueco, como casi siempre en los últimos años, Ridley Scott ha querido en ‘Gladiator’ recuperar el vigor de sus cumbres de ‘Los duelistas’, ‘Alien’ y ‘Blade Runner’ con esta nueva aventura que, dentro del territorio noble del colosalismo y de la retórica visual, mantiene con ellas algunas similitudes. Pero una cosa es buscar y otra encontrar.

Ángel Fernández-Santos

Abre Ridley Scott su nueva tacada de imágenes fuera de norma intentando romper, al mismo tiempo que los recupera, algunos moldes básicos del inolvidable, pero desde hace décadas casi olvidado, género histórico dedicado por el cine clásico de Hollywood a la antigua, y sin embargo laboratorio de modernidad, Roma imperial. Han pasado muchas décadas desde Quo vadis?, La caída del Imperio Romano, Espartaco y Ben-Hur, pero aún se conserva vivo el aroma íntimo que albergaba aquel esplendoroso cine colosalista, que arrancó en la época muda y acabó llenando un hermoso capítulo de la pantalla de la posguerra mundial. Gladiator resucita las luces y las sombras de algunas esquinas de aquel vigor casi extinguido, pero son destellos. Muy brillantes en ocasiones, pero sólo destellos, como los que deja ver esa aludida tacada de imágenes iniciales de una, primorosamente rodada, batalla de las legiones romanas de Marco Aurelio en los bosques de la antigua Germania.

Lo que allí vemos es una excelente aplicación (con algunas reminiscencias deducidas de lo hecho por Steven Spielberg y su recreación del desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan) al cine clásico del arsenal de efectos visuales modernos. Todo un derroche de sabiduría técnica muy evolucionada vertida sobre un cauce de cine futuro. En este sentido, Gladiator entra, como el filme de Spielberg y Titanic, a formar parte del movimiento de absorción por la pantalla actual de lo esencial del reiterado, rutinario y ya estragante circo digital que venimos soportando desde hace bastantes años, que así comienza por fin a dejar de ser un fin en sí mismo para convertirse en lo que realmente es, una herramienta, de importancia capital, pero únicamente como tal herramienta. Pero en Gladiator, todavía la herramienta, el medio, conserva algo de su falsaria y dañina condición de fin, y las tripas mecánicas del filme acaban dominando, sometiendo a una buena parte de sus tripas emocionales. El alarde de imágenes encubre un insalvable vacío de fondo.

La capacidad de seducción (en sentido de engaño, de sigilosa deriva hacia la mentira) de las imágenes de Gladiator, añadida a la intensa sensación de verdad que escapa de algunos eminentes intérpretes del filme, sobre todo de Russel Crowe, Connie Nielsen, Oliver Reed y Richard Harris, hace muy viva y magnética la fuerza inicial de arrastre de la película, hasta que se cae en la cuenta, mediado el metraje, de su estancamiento, de la reducción de su alta y refinada elaboración a la condición inferior de simple cálculo. La materia argumental manejada por Ridley Scott es tan abundante y tan llena de vaivenes situacionales violentos y tremendos, que el cineasta británico, habilidoso donde los haya, se ve forzado a domesticarla, a enfriar su alta temperatura tremendista, pues de otro modo la aventura, la desmedida aventura, se haría increíble y, de pasada, intragable, abocada a despertar incrédulas risillas. No estamos en la remota galaxia de Alien, sino en una Roma cercana, casi íntima, y hay que bajar la embestida de la ficción (y de su pronunciado escoramiento hacia la fantasía histórica) más a ras de suelo, a lo Blade Runner. De ahí el parentesco subterráneo entre ambas películas, sin que Gladiator logre, aunque lo intenta, calzar el mismo zapato de aquélla.

Diluvio de materia visual

El ejercicio de eficacia mecánica desplegado por Ridley Scott, su pulso para sostener una historia tan excesiva (y tengo entendido, aunque no puedo dar noticia de la envergadura del arreglo, que a última hora la pantalla ha sido aliviada de un buen mordisco de celuloide truculento sobre la arena empapada de sangre del Coliseo romano) que resulta casi insostenible, desnudan al profesional superdotado que hay dentro de él.

Pero su frialdad, estando, como está aquí, embarcado en un asunto caliente; su incapacidad para, entre tanto quiebro y requiebro de aventura, hacernos vibrar, y, entre tanto despliegue melodramático de desventura, anegar nuestros ojos y quemarnos las pestañas, indica que en la calculadora mental con que Ridley Scott elaboró esta película hay una grave (yo diría que mortal para el crecimiento del gran cine que busca hacer) carencia de convicción y de pasión creadora. De aquí que el diluvio de materia visual y dramática que expulsa la pantalla resbale sobre la piel de la receptividad del espectador, que percibe en lo que se le viene sobre los ojos la ligereza de la carencia de peso que caracteriza a lo hueco.


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