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ZEUS Y FAMILIA

(Indro Montanelli, Historia de los Griegos)

La historia política de Grecia es la de muchos pequeños estados, compuestos con mucha frecuencia de una sola ciudad con pocas hectáreas de tierra alrededor. Jamás constituyeron una nación. Pero a hacer de ellos lo que suele llamarse una civilización contribuyeron dos cosas: una lengua en común a todos, por encima de los dialectos particulares, y una religión nacional, por encima de ciertas creencias y cultos locales.

En cada una de estas pequeñas ciudades estado, el centro estaba, en efecto, constituido por el templo que se alzaba en honor del dios o de la diosa protectora. Atenas veneraba a Atenea, Eleusis a Deméter, Éfeso a Artemisa, y así sucesivamente. Sólo los ciudadanos tenían derecho a entrar en aquellas catedrales y de participar en los ritos que en ellas se celebraban: era uno de los privilegios que más apreciaban. Los más trascendentes acontecimientos de su vida ?nacimiento, matrimonio y muerte? habían de ser consagrados en los templos. Como en todas las sociedades, cualquier autoridad ?desde la del padre sobre la familia a la del arconte sobre la ciudad? había de ser "ungida por el Señor", o sea que era ejercida en nombre de un dios. Y dioses los había para personificar todas las virtudes y todos los vicios, todo fenómeno de la tierra y del cielo, cada éxito y cada desventura, cada oficio y cada profesión.

Los mismos griegos no lograron jamás poner orden y establecer una jerarquía entre sus protectores en nombre de los cuales también se enzarzaron en muchas guerras entre sí, reclamando cada cual la superioridad del dios suyo. Ningún pueblo los ha inventado maldecido y adorado jamás en tal cantidad. "No hay hombre en el mundo -decía Hesíodo, que, sin embargo, pasaba por ser competente- que pueda recordarlos todos." Y esta plétora es debida a la mezcla de razas ?pelasga, aquea y doria? que se superpusieron en Grecia, invadiéndola en oleadas sucesivas. Cada una de ellas traía consigo sus propios dioses, pero no destruyó los que ya estaban instalados en el país. Cada nuevo conquistador degolló un determinado numero de mortales, pero con los inmortales no quiso líos y los adoptó, o por lo menos los dejó sobrevivir. De modo que la interminable familia de dioses griegos está dividida en estratos geológicos que van de los más antiguos a los más modernos.

Los primeros son los autóctonos, es decir, los de las poblaciones pelasgas, originarias del territorio, y se reconocen porque son más terrestres que celestes. En cabeza figura Gea, que es la Tierra misma, siempre encinta u ocupada en amamantar como una nodriza. Y detrás de ella viene al menos un millar de deidades subalternas, que viven en las cavernas, los árboles y los ríos. Se lamentaba un poeta de aquellos tiempos: "No se sabe ya dónde esconder una fanega de trigo: ¡cada hoyo está ocupado por un dios!". En un dios se personificaba hasta cada viento. Fuesen gélidos como Noto y Euro, o tibios como Céfiro, se divertían enmarañando las cabelleras de náyades y nereidas que poblaban torrentes y lagos, acosadas por Pan, el robacorazones cornudo que las hechizaba con su flauta. Había divinidades castas, como Artemisa. Pero también indecentes como Deméter, Dionisio y Hermes, los cuales exigían prácticas de culto que hoy serían castigadas como otros tantos ultrajes al pudor. Y por fin había los más aterradores y amenazadores, como el ogro de la fábula: los que moraban bajo tierra. Los griegos trataban de congraciarse con ellos dándoles nombres amables y afectuosos; llamaban por ejemplo Miliquio, es decir "el benévolo", a un tal Ctonio, serpiente monstruosa, y Hades, el hermano de Zeus, a quien éste había cedido en contrata los mas bajos servicios, fue rebautizado Plutón y le nombraron dios de la abundancia. Pero el más espantoso era Hécate, la diosa del mal de ojo, a la que se sacrificaban muñecas de madera esperando que sus jefaturas se limitasen a ellas.

El Olimpo, o sea la idea de que los dioses moraban no en tierra, sino en el cielo, la llevaron a Grecia, como hemos dicho, los invasores aqueos. Estos nuevos amos, cuando llegaron a Delfos donde se alzaba el más majestuoso templo a Gea, la sustituyeron por Zeus, y poco a poco impusieron también en todo el resto del país sus dioses celestes a los terrestres que ya eran venerados, pero sin barrerlos. Así se formaron dos religiones: la de los conquistadores, que constituían la aristocracia dominante, con sus castillos y palacios, que rezaba mirando al cielo; y la del pueblo llano dominado, en sus chozas de adobe y paja, que rezaba mirando la tierra. Homero nos habla solamente de los olímpicos, o sea celestes, porque estaba a sueldo de los ricos: hoy día la gente de izquierdas le habrían llamado "el poeta de la Confindustria". Y de esta "religión para señores", Zeus es el rey.

No obstante, en el sistema teológico que poco a poco se fue instituyendo, tratando de conciliar el elemento celeste de los conquistadores con el terrestre de los conquistados, no es él quien creó el mundo, que existía ya. No es siquiera omnisciente y omnipotente, tanto es así que sus subalternos le engañan a menudo, y el tiene que sufrir las malicias de aquellos. Antes de volverse "olimpico", o sea sereno, estuvo sujeto a crisis de desarrollo, tuvo pasiones terribles no solo por diosas, sino también por mujeres comunes, y de este vicio no le curo tampoco la vejez. En general, se mostraba caballeroso con las seducidas, porque las desposaba. Pero luego era capaz también de comérselas, como hizo con su primera esposa, Metis, que, estando encinta, le parió dentro del estomago a Atenea, y él, para sacarla, tuvo que desenroscarse la cabeza. Luego casó con Temis, que le pagó al contado con doce hijas, llamadas Horas. Después Eurínome, que le dio las tres Gracias. Después, Leto, de quien tuvo Apolo y Artemisa. Después Mnemosina, que le hizo padre de las nueve Musas. Después su hermana Deméter, que parió a Perséfone. Y por fin Hera, que él coronó reina del Olimpo, sintiéndose ya demasiado viejo para correr otras aventuras matrimoniales: lo que no le impidió, sin embargo, dedicarse de pasada a pequeñas distracciones como aquella con Alcmena, de la que nació Hércules.

Como que la sangre no miente, cada uno de estos hijos tuvo otras tantas aventuras y dio a Zeus un ejército de nietos otro tanto desordenados. Sin embargo, no hay que creer demasiado a los poetas que se lo atribuyeron. Cada uno de éstos estaba al servicio de una ciudad o de un señor que, queriendo buscar en su propio árbol genealógico un vínculo con aquellos encumbrados personajes celestes, le pagaba para que se lo encontrase.

Este Panteón, litigioso, inquieto, chismoso y sin jerarquía definitiva, fue común a toda Grecia. Y aunque alguna de sus ciudades eligió como protector un dios o diosa diferentes a los demás, todas reconocieron la supremacía dc Zeus y, lo que mas cuenta, practicaron los mismos ritos. Los sacerdotes no eran los dueños del Estado, como sucedía en Egipto, pero los dueños del Estado se hacían sacerdotes para desarrollar las prácticas del culto, que consistían en sacrificios, cánticos, proposiciones, rezos y alguna vez banquetes. Todo estaba regulado con una precisa y minuciosa liturgia. Y en las grandes fiestas que anualmente cada ciudad celebraba en honor de su patrono, todas las demás mandaban sus representantes. Lo que constituyo uno de los pocos ligámenes sólidos entre aquellos griegos centrífugos, pendencieros y separatistas.

Los magistrados, en su calidad de altos sacerdotes, se hacían ayudar por especialistas, para los cuales no existía ningún seminario, pero que se habían vuelto tales a fuerza de práctica. No constituían ninguna casta y no estaban sujetos a regla alguna. Bastaba con que conociesen el oficio. El más buscado era el de adivino, que cuando se trataba de mujeres se llamaban sibilas y tenían la especialidad de interpretar los oráculos. De estos oráculos los había en todas partes, pero los mas célebres fueron el oráculo de Zeus en Dodona y el de Apolo en Delfos, que habían alcanzado grandísima fama hasta en el extranjero y conseguido una afectuosa clientela entre los extranjeros. También Roma, más tarde, solía enviar mensajeros para interrogarles antes de iniciar alguna empresa importante. Los oráculos eran atendidos por sacerdotes y sacerdotisas, y lo hacían de tal suerte que éstas resultasen siempre exactas.

Estas ceremonias sirvieron también mucho para crear y mantener vínculos de unión entre los griegos. Algunas ligas entre varias ciudades, como la anfictiónica, se formaron en su nombre. Los estados que las componían se reunían dos veces al año en torno del santuario de Deméter: en primavera en Delfos, en otoño en las Termópilas.

Diógenes, que era mordaz, dijo que la religión griega era aquella cosa por la cual un ladrón que supiera bien el "Avemaría" y el "Padrenuestro" estaba seguro de salir mejor librado, en el mas allá, que un hombre de bien que los hubiese olvidado. No se equivocaba. La religión, en Grecia, era tan solo un hecho de procedimiento, sin contenido moral. A los fieles no se les pedía fe ni se les ofrecía el bien. Se les imponía solamente el cumplimiento de ciertas prácticas burocráticas. Y no podía ser de otro modo, visto que de contenido moral los mismos dioses tenían bien poco y no podía decirse ciertamente que ofreciesen un ejemplo de virtud. Con todo, fue la religión la que impuso aquellos fundamentales deberes sin los cuales ninguna sociedad puede existir. Convertía en sagrado, y por ende indisoluble, el matrimonio, moralmente obligatoria la procreación de hijos, y apremiante la fidelidad a la familia, a la tribu y al Estado. El patriotismo de los griegos estaba estrechamente ligado a la religión, y morir por el propio país equivalía a morir por los suyos y viceversa. Es esto tan verdad que, cuando estos dioses fueron destruidos por la filosofía, los griegos, no sabiendo ya por quién morir, cesaron de combatir y se dejaron subyugar por los romanos, que todavía creían en los dioses.


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