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Ideal de Granada, 27 de mayo de 2002

Atalaya sorprende con una 'Electra' repleta de locura

La noche accitana transformó el teatro clásico en vanguardista

maría ruiz granada

O gustó mucho o no gustó nada. Pero la representación que realizó Atalaya del clásico Elektra no dejó lugar para la indiferencia. Con una puesta en escena llena de surrealismo, simbología y modernidad, la compañía presentó una historia de sangre, muerte y venganza, de la mano de una mujer sumida en la locura, en la desesperación. La música, el movimiento y el baile condujeron al Mira de Amescua hacia la Grecia de los mitos, la tragedia de Micenas.

Sin previo aviso, una música sobrecogedora inundó un teatro a oscuras como anuncio de la locura y el dolor que se desarrollaría en la representación. Sobre el escenario, seis bañeras, la oscuridad y la tensión musical. Dentro de las bañeras, como si de tumbas se tratara, los coros de la obra repetían incesantemente el mismo mensaje, el mensaje de una tragedia.

El público que asistió a la representación teatral quedó completamente sumido en la repetición de «sangre, muerte, venganza, sangre, muerte, venganza». Los coros cambiaban de posición, siempre encerrados en sus ataúdes, transformaban sus voces, asustaban y conducían a la tensión más palpable.

La obra fue un juego de luces y sombras, de fuego y agua, del odio de Klitemnestra, la sed de venganza de Elektra y Orestes y el ansia de libertad de Crisótemis. La dirección de Ricardo Iniesta presentó un teatro renovado y vanguardista.

El escenario rebosó movimiento, música y baile mezclados con unas bañeras que se volcaban, y que a la vez servían de tumba, de cuna y de arma para el asesinato.

Charo Sojo encarnó a Elektra, una mujer repleta de venganza que abandona su vida para luchar sólo por la muerte de su madre, asesina de su padre. Éste murió en el baño, traicionado por su esposa y de una manera vil y cobarde. Por eso, las bañeras que se movían por el escenario no necesitaban una excusa. Lo eran todo. De ellas emanaba la locura, la semilla de odio. Atalaya presentó a una Elektra de movimientos sugerentes que rozaban lo demoníaco, como si la oscuridad de los coros la poseyera.

La llegada de su hermano, Orestes, interpretado por Joaquín Galán, llenó de fuego, agua y muerte el escenario. El asesinato se materializó, de nuevo con una bañera, y la cadena de venganza y muerte se abrió de nuevo. La casa quedó sumida en la sangre, en el odio. Los coros fueron el hilo conductor de la tragedia, con un griego antiguo que respetó el ritmo de los versos de los poetas griegos. La obra fue exacta y sugerente.

El Mira de Amescua se conmovió, sufrió y sintió la muerte de una época que no era la suya, pero que estaba a su lado. La ejecución de la obra fue toda una demostración de nuevas tendencias teatrales y dejó en el público el sabor del dolor, de la muerte y de la venganza.

Los detalles, el movimiento de los actores y una iluminación y música inquietantes fueron los elementos necesarios para un viaje hacia otra mundo, otro tiempo, otra historia. Atalaya consiguió hacer accesible una tragedia clásica, compleja e incluso espesa y sorprendió con un teatro que era más que teatro.


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