1-09-2003

Festival de Sagunto ●Vicente Adelantado Soriano

Julio César

El sábado 31de agosto se cerró el festival de verano de Sagunt a escena. Y no lo pudo hacer de forma más brillante. Si este cierre es una promesa, como todos esperamos, de las obras, montajes y adaptaciones que nos esperan en un futuro, podemos pronosticar que el teatro va a gozar de una larga y saludable vida. Pero que nadie se equivoque: no quiere decir esto que va a sustituir a otras formas de distracción, ni que se va a convertir en un espectáculo de masas. Queremos decir que los que amamos este arte, tenemos nuevos argumentos para seguir amándolo, y que algunas personas de futuras generaciones se van a tropezar con algo que los va a hacer pensar, vibras y sentir. Y no es poco.

Shakespeare escribió la obra que nos ocupa en 1599: al parecer con ella quería denunciar una conspiración en contra de la reina de Inglaterra. Por lo tanto, aprovechó una intriga del mundo clásico a fin de explicar y comprender su época, y para advertir de las consecuencias que se podían derivar de tal intriga. Planteada la intención inicial de W. Shakespeare está claro que éste aprovecha la historia de Roma en beneficio propio. Hace una obra de teatro y no historia. Ésta, ya se sabe, debe disfrazar un poco más la subjetividad.

Sobre Julio César se ha escrito mucho, y desde todos los puntos de vista. Sin embargo, y pese al título, Julio César no es el protagonista de la obra, ni tampoco del montaje de Àlex Rigola. Ambos se inclinan más por la figura de Brutus, que es el verdadero centro de interés. En el montaje se potencia mucho, y con acierto, el no saber qué hacer, por parte de unos personajes, Brutus y sus amigos, tras la muerte del que los perturba, pero que con su desaparición también les deja un terrible vacío, pues pone bien de manifiesto las carencias de sus asesinos. Brutus se ve desbordado por la acción que ha impulsado, y en la que participa. Jamás, ni después de muerto, conseguirá deshacerse de César, siempre presente en su mente. De ahí el título de la obra y las continuas apariciones de éste. Etéreas. Por cierto un buen aprovechamiento de un bailarín, Joan Palau, para el papel.

Julio César es una obra ya tan clásica como pueda serlo cualquiera de Sófocles, Eurípides o Séneca. A la hora de montarla, por lo tanto, va a plantear similares o parecidos problemas: traducción, adaptación, posibles anacronismos, etc. A lo que cabe añadir el recuerdo y la posible visión de la excelente película de Mankiewicz, con Marlo Brando en el papel de Marco Antonio. Son retos que hay que tener en cuenta a la hora de valorar el montaje de Àlex Rigola y todo el excelente trabajo del Teatre Lliure de Barcelona. Un ejemplo a seguir. Un excelente grupo de actores.

Evidentemente si queremos que el teatro sea algo vivo, hemos de lograr desempolvar las obras y hacerlas actuales. Sacar a la luz todo el potencial que tenían cuando se escribieron. Y hacerlo sin traicionar a la obra. Ya sabemos todos, y lo hemos tenido que sufrir, lo fácil que es hacer que una actriz se desnude en escena, soltar una indirecta o directa a la Iglesia, o decir que el gobernante nos manda un mensaje en una botella... Lo difícil, el reto, es hacer que la obra vuelva a hablar como si se acabara de escribir. Y lo primero que se debe tener en cuenta para esto es algo elemental y de lo que nunca se habla: el tiempo. No es el mismo tiempo el que dedica un espectador actual que el que dedicaba un griego o un inglés de la época de Shakespeare. Éste debe concentrarse. Las escenas superfluas, por lo tanto, serán aquellas continuas llamadas a la atención de un público mucho más disperso y sin la atención y concentración del actual.

Desde este punto de vista nos ha parecido modélica la adaptación de Rigola, siempre en busca de lo esencial, de los elementos clave y su potenciación. Y la actualización de la obra, el escenario, no puede estar más lleno de imaginación y de sencillez. Nos encontramos con tres paredes blancas, neutras, con varias sillas, negras, y una mesa, del mismo color. Los actores van apareciendo por el escenario, con camisa blanca y trajes negros, como si vinieran de una fiesta o fueran a asistir a una reunión de ministros. Bajo un círculo de luz, algunos de ellos corren como si estuvieran sobre la cinta de un gimnasio. Sin duda se preparan para algo. Una suave música ameniza la espera.

Será en este escenario neutro, con la palabra ROMA en una de sus esquinas, donde se urda la intriga entre un poder en descomposición, la República y otro emergente, el Imperio. Será aquí donde se verán todas las carencias de Brutus, el romántico, que no se percata de los cambios habidos, como el político enquistado en sus razones, sin querer oír a nadie. Y también será aquí donde se subraye que igualmente Julio César está encerrado en sus verdades: ni a los oráculos concede ya ningún crédito. Y no lo hace porque sus oídos se dejan llevar por la adulación, la mejor de todas las músicas, como dijo alguien. Y la más peligrosa.

El Teatre Lliure de Barcelona compone así una tragedia sin grandes algaradas, casi podríamos decir que en blanco y negro: los trajes son todos negros, salvo el de Porcia, rojo. Y las paredes del supuesto senado son blancas. Muerto César el espacio comienza a descomponerse. Se mantendrá, no obstante, su ya precario equilibrio hasta la oración fúnebre de Marco Antonio. Verdadero reto para un actor. Superado con creces por Pere Arquillué. Capaz de emocionar y amotinar al pueblo, que también neutro: monos azules, pasamontañas y gafas de sol, se dejan llevar, desde la orquesta, aprovechamiento de todo el espacio, por las vacuas palabras de Antonio para hacer lo que a él le interesa. No lo que está bien. O lo que es justo.

El montaje está dividido en dos partes: la palabra y la guerra, Word y Work, proyectado en inglés sobre una de las paredes para marcar la escasa diferencia entre una y la otra. La primera parte finaliza con las masas siguiendo como robots a Marco Antonio quien, con un discurso modélico desde el punto de vista político, vacío de contenido, pero emotivo, consigue arrastrarlas.

La guerra se convierte en un derroche de imaginación y sencillez: música de Wagner, inevitable referencia a Apocalipsis Now, de Coppola. Y los actores, subidos ahora sobre sillas, o corriendo infatigablemente, como sobre una cinta de un gimnasio, y creando con los pies y las voces el golpear de los cascos de los caballos y el fragor de la batalla. Eso junto con una iluminación de atardecer sangriento. Por supuesto que de las letras de ROMA han caído la R y la M. Nos queda el principio y el final, el que unas cosas llevan a las otras, y que nada justifica un asesinato. Y menos la ideología. Unas cosas llevan a las otras, y siempre, por desgracia, terminan en guerra, en más muerte y más destrucción. Quizás esto finalice el día que aprendamos a escucharnos los unos a los otros. Antes de que sobre el campo de batalla no queden más que cadáveres. Si escuchamos lo que se nos dice quizás nos percatemos de la vacuidad del discurso de Antonio. Pero, claro, el testamento de César es promesa de dinero. Y el de otras guerras, que la bolsa baje o el petróleo sea más barato y podamos salir los domingos a hacernos la paella al monte, aunque éste se queme. No cabe, pues, más actualidad en la obra de W. Shakespeare.

Desde todos los puntos de vista el montaje fue modélico: adaptación, escenografía, puesta al día, etc. Con unos elementos coherentes, puestos al servicio de la acción, y con unos actores excelentes y un vestuario y unos decorados tan sobrios como elocuentes. Nada está de más. No ha podido ser más brillante, por lo tanto, la clausura de Sagunt a escena de este caluroso verano de 2003. Gracias al Teatre Lliure y a su inestimable labor. Un ejemplo a seguir.

 

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