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17/12/2004

Juan J. Primo Jurado ● www.abc.es

Córdoba. Historia de un tesoro en piedra
Cuando desde algunos lugares de España se invoca el concepto de nacionalidad histórica, cabría decir que para hablar de territorios históricos ninguno mayor que Andalucía. Tartessos, la Bética y el Califato existieron cuando en otras regiones no había unidad administrativa alguna. Córdoba se enmarca en esa rica realidad histórica andaluza. Fundada por el cónsul Claudio Marcelo hacia el año 152 a. de C., con veintidós siglos de historia es una de las ciudades más antiguas de Occidente y que más páginas ha escrito en nuestra historia y en la universal.

Fue capital de la Hispania Ulterior, de la romanizada Bética, del Emirato y Califato Omeyas y capital del reino de Córdoba, integrado en la monarquía española, transformado en provincia con la reorganización administrativa de 1833. Toda esta brillante historia nos ha dejado un patrimonio de primera magnitud en forma de murallas, puentes, templos, conventos, estatuas, casas señoriales, tradiciones, documentación histórica, yacimientos arqueológicos y personajes notorios.

La mayor parte de ese legado cordobés fue designado por la Unesco, en 1994, Patrimonio de la Humanidad y en las siguientes líneas lo recorremos como paisaje, corazón y nombres de Córdoba.

Paisaje de Córdoba

El paisaje urbano tradicional de Córdoba viene definido, en idea del poeta Ricardo Molina, por cuatro elementos: las plazas, los patios, los Triunfos de San Rafael y las torres de sus murallas e iglesias. Los cuatro elementos están presentes en la zona del casco histórico declarado Patrimonio de la Humanidad.

Aquí podremos pasear por las recoletas plazas de San Juan, Abades, Cardenal Salazar, las Bulas y Juda Leví o las más amplias de la Alhóndiga, la Compañía y Jerónimo Páez, todas señoriales y singulares. Los patios populares, habitados por vecinos todo el año y mostrados en esplendoroso festival en mayo, nos seducirán en el barrio de San Basilio y se complementarán en aromas con el Patio de los Naranjos, los Jardines del Alcázar y la calleja de las Flores. Ante nuestros ojos se alzarán cinco esculturas que la ciudad dedicó a su Arcángel Custodio, desde la más antigua en el Puente Romano a la más moderna en el Puente de San Rafael, pasando por las de la torre de la Catedral, San Basilio y el Triunfo por antonomasia, el de la Puerta del Puente. Y por encima de tejados asomarán las torres campanarios de la Catedral, San Juan, Santa Clara, la Encarnación, Santa Ana, Santo Domingo y los recios torreones de la Calahorra, el Alcázar y la Puerta de Almodóvar.

A Ricardo Molina le faltó en su definición del paisaje de Córdoba un quinto elemento, el río Guadalquivir: «gran río, gran rey de Andalucía, de arenas nobles ya que no doradas», en versos de Góngora en su Soneto a Córdoba. La zona Patrimonio de la Humanidad lo acoge, con sus dos orillas, sus sotos, molinos, albolafia y puentes.

Corazón de Córdoba

Córdoba aporta al Patrimonio de la Humanidad, también, la vida de su casco histórico. No es un decorado para turistas, en él habita Córdoba por medio de gentes sencillas y de importantes instituciones acrisoladas en el corazón de la ciudad.

Nuestros pasos pueden llevarnos a encontrar la Facultad de Filosofía y Letras, antiguo Hospital fundado por el Cardenal Salazar en el siglo XVIII; la Real Academia, que durante más de siglo y medio sostuvo la cultura de una Córdoba sin Universidad; el Seminario de San Pelagio, fruto directo del Concilio de Trento; el colegio de Santa Victoria, una de las instituciones educativas más antiguas de la provincia; o la Escuela de Artes y Oficios y el Instituto Zalima, de tanto prestigio ambos.

La Mezquita-Catedral, alma y corazón de Córdoba, es el centro de gravedad de este Patrimonio de la Humanidad, siendo ella misma y desde 1984 declarada por la propia Unesco, Monumento de Interés Mundial. «El agua que mantiene viva la Catedral de Córdoba está hecha de plegarias cordobesas a un mismo Dios. En catorce siglos de utilización cristiana. En cinco de dominación arábiga», dijo hace treinta años Fernando Carbonell.

El Palacio Episcopal, sobre el solar del antiguo Palacio Califal y el Alcázar, que alojó regios huéspedes y tristes historias de prisión, representan los grandes centros de poder de una Córdoba histórica, mientras el bullicio, el ocio y las pasiones de todas las épocas nos los podemos imaginar en los baños árabes, en el zoco municipal, en calles quebradas y ocultas y en cien tabernas, mesones, mancebías y posadas.

El hondo latido religioso de Córdoba aparece por las esquinas en imágenes de procesiones de Semana Santa o Corpus Christi y en los antiguos versos de Julio Aumente: «A veces toda la ciudad vibra entera / y el aire es dulcemente rasgado / por la campana de un convento que toca a Vísperas./ Primero es el Císter, luego la Encarnación,/ lejos se oyen apenas Santa Isabel y el Corpus».

Los mejores secretos de Córdoba se guardan en su corazón. Y aquí encontramos los Archivos Históricos Municipal, Provincial, Episcopal y Catedralicio, los Museos Diocesano, Arqueológico y Taurino y esas Caballerizas Reales creadas por Felipe II para reconocer a Córdoba como cuna del caballo español y que un día de 1991 vieron truncado su destino.

Con nombres propios

Séneca, Lucano, Ibn-Hazan, Maimónides, Averroes, Alhaken II, Al-Gafequi, Alfonso X, los Reyes Católicos y Colón, Góngora, y el profesor López Neyra, se asoman a nuestros ojos con sus esculturas, recordándonos sus pasos por esta Córdoba Patrimonio de la Humanidad.

Las sombras de Julio César y los hijos de Pompeyo, de los grandes califas y Almanzor, de artistas de la dinastía Hernán Ruiz, de pintores de la talla de Céspedes o Antonio del Castillo, de escritores como Ambrosio de Morales, Rey Heredia y Ángel de Saavedra y de los linajes de los Córdoba, Sotomayor, Velasco, Mesa, Páez de Castillejo, Armenta, Cea y Hoces, las encontramos en nombres de calles, monumentos y pinceladas históricas recogidas en libros.

La calle Cabezas nos transporta a una de las más antiguas leyendas cordobesas y castellanas, la de los siete infantes de Lara, hijos de Gonzalo Gustioz, señor de Salas. Allí estuvo éste preso en el 974 y allí fueron expuestas las cabezas de sus hijos, traicionados por Rui Velázquez y su mujer, muertos por las tropas de Almanzor cuando acudían al rescate de su padre. Mudarra, el hijo que don Gonzalo tuvo durante su cautiverio se cobraría venganza con las vidas de los traidores.

En la Plaza de los Mártires, un monumento nos evoca la historia del poeta Ibn Zaydun, enamorado de la poetisa y princesa Wallada. Zaydun arrastró su amor apasionado por los jardines de Córdoba, a los que llenó de besos y poemas. Cuando Wallada lo dejó por otro, Ibn-Zaydun escribió a su rival como si le escribiera a ella. Wallada, indignada, llamó públicamente al poeta «sodomita, degenerado, adúltero, seductor, cabrón y ladrón», obligando a éste a marcharse de Córdoba e instalarse en Sevilla, refugiándose en su poesía: «Nos separó la suerte y no hay rocío / que humedezca, resecas de deseo, / mis ardientes entrañas; pero en cambio, / de llanto mis pupilas se saturan».

Muy cerca de allí, la sangre de nuestros mártires reclama nuestra memoria. Un gran mosaico en el patio de la Escuela de Magisterio los dibuja y los nombra, como a aquel niño que vino a Córdoba en el 921, de rehén a cambio de su tío, el obispo de Tuy. Cuatro años después Abderramán III, futuro primer califa Omeya, quedó prendado del niño e intentó tanto que abrazase la religión musulmana como que se dejase abrazar por él. Pelagio rechazó el Islam y las caricias de Abderramán, siendo martirizado y arrojado al río. El mismo río Guadalquivir en el que se refleja desde 1583 el Seminario que lleva su nombre, San Pelagio.

Y desde la orilla sur de ese río cerramos este paseo por el Patrimonio de la Humanidad, contemplando su fachada monumental y uniéndonos a Antonio Gala en su confesión a Córdoba: «Una vez más, uno comprende que en esta tierra se le hayan quedado enredados para siempre el corazón y la memoria».
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