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21/04/2004

Jordi Balló ● www.lavanguardia.es

La lección de los clásicos

La convulsión trágica ha generado dolor, grandeza, solidaridad, acción, incluso una forma de redención colectiva inesperada. Pero para mejor comprender estos días de abismo y ejemplaridad hay que volver a los textos clásicos, para intentar desde ellos explicarnos las claves menos inmediatas del presente.

Un libro ayuda a triunfar” decía una horrible campaña de promoción oficial tardofranquista que, pese a todo, firmarían a gusto los actuales “neocons”. Pero existe otra utilidad para el libro, para el texto clásico, menos mesurable pero de intensa raíz interior: el de revelarnos aspectos que iluminen estos días de atrocidad, resistencia, dignidad, ignominia y resolución. Y a ello vamos.

Pongamos que leemos a Sófocles. He vuelto al “Edipo Rey” porque es el texto que mejor puede explicar esta ambigua situación entre responsabilidad y culpa que ha recorrido todas las capas del país, de manera concentrada, en sólo cuatro días. Esta concentración es también la del inmortal texto de Sófocles, donde todo sucede muy deprisa, en muy poco tiempo y en sólo dos mil versos. Y es así porque cuando la obra empieza todo ha sucedido ya. En Edipo claman los interrogantes: ¿Quién cometió el crimen? ¿Dónde está el culpable? Estas preguntas están en la base del comportamiento dramático del héroe más popular de toda la tragedia griega. Edipo gobierna en Tebas, una ciudad azotada por plagas y maldiciones que sólo podrán resolverse, dice el oráculo, cuando se descubra al culpable de haber matado al anterior rey, Layo. Edipo busca a este culpable lejos, pero el proceso de investigación le hace sentir que el responsable está mucho más cerca. Tiresias y Creonte le aconsejan, le avisan en este sentido hasta que, fatalmente, Edipo cae en la cuenta de la verdad que busca incansablemente: él mismo es el culpable, él dio muerte al rey Layo sin saber que lo era. Y tras esta revelación trágica decide asumir su responsabilidad ante él y sus conciudadanos.

Edipo se quita los ojos en un escena conmovedora, que el teatro de todos los tiempos ha recreado y que Pasolini filmó con poesía y crudeza atávica. En ese gesto, Edipo manifiesta una manera simbólica de reconocer su error, de expiar la culpa y la desgracia que su acción ha provocado en su pueblo. Milan Kundera, en “La insostenible levedad del ser”, reconocía en este “quitarse los ojos” el gesto de reclamo de dignidad que debería adornar la conducta del político contemporáneo. El protagonista del libro de Kundera, Tomas, escribe un artículo de denuncia de los políticos comunistas checos exigiendo de ellos este gesto de Edipo, y será, por ello, perseguido. Kundera pedía, a través de su personaje, que los políticos de su país que producían la desgracia aprendieran la lección de Edipo. Y que en un gesto simbólico reconocieran su culpa. Y la expiaran.

El cinismo de la política contemporánea parece dominado por personajes que no quieren oír tampoco la lección de Edipo. No son tiempos de asunción de culpas. Vivimos una época donde es siempre más fácil creer, como Edipo, que en el origen de la plaga de Tebas se hallan crímenes de enemigos lejanos y negar así que es en el interior donde también germina el mal. Slobodan Milosevic sigue eludiendo su responsabilidad política en el juicio que, ante la indiferencia general, se sigue contra él en La Haya. Pero tampoco hace falta ir tan lejos. Salvando las distancias, es fácil encontrar en el deambular errático de José María Aznar durante los días de la tragedia un eco edípico, esta misma ignorancia de la propia responsabilidad ante los hechos convulsos. Aznar no lee a Edipo porque de hacerlo quizás habría aprendido alguna cosa de él. Este gesto suyo final, saludando desde la ventana con la mano desplomada es todo lo contrario de la dignidad de Edipo. Sólo coincide con él en la cuestión de “la fama”. Porque Aznar sabe, o intuye, en este momento de mirada perdida que su fama, como la Edipo, ya no será la del redentor. Este dolor irresistible hizo que Edipo se retirara al exilio en un pueblecito cerca de Atenas, en Colona, donde recuperaría la paz y el sosiego. No sabemos cual será el futuro de Aznar, pero tendrá la lección redentora delante: como no asumió nunca “quitarse los ojos”, su pueblo lo hizo por él.

Y ésta es la segunda lección de Sófocles para estos días: la lección de Antígona, la otra gran tragedia de su autor. Antígona es la hija de Edipo que se enfrenta a su tío Creonte, el regente de Tebas, tras una sangrienta guerra civil que ha enfrentado a los otros dos hijos de Edipo, Etéocles y Polinices. El motivo de la protesta de Antígona contra el poderoso Creonte es que éste se niega a que Polinices reciba sepultura. En esta defensa piadosa de la memoria de su hermano, Antígona se erige en la representación dramática de la desobediencia civil, en la encarnación de la abnegación y la resistencia contra unas leyes que si bien son las del Estado, ella considera ilegítimas. La obra de Sófocles es de una gran desnudez estructural, es de hecho un juicio dialéctico que enfrenta a dos contrarios: entre un hombre y una mujer, entre la vejez y la juventud, entre el Estado y el individuo, entre la ley circunstancial y la rectitud moral.

Antígona sabe que va a perder. Pero se contenta con dar con su ejemplo una lección moral a Creonte que, efectivamente, y tras la muerte de ella por ejecución, reconocerá la injusticia de su actitud. Pero pese a que Antígona podría parecer una voz premoderna, anacrónica, su voz no se llega a apagar nunca. Al contrario, su gesto ejemplar y cívico recorre las injusticias del mundo porque sacude las conciencias. La joven que increpa desde la calle Génova en Madrid es una Antígona. No estaba sola, pero da igual: la fuerza del gesto de estos manifestantes era su ejemplaridad resistente contra una injusticia legal. Mariano Rajoy lo intuyó y temió a esa fuerza atávica. Que un día después tomó forma.

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