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24/11/2004

Raúl Del Pozo ● www.elmundo.es

Séneca, el torero de la filosofía
No sé quién dijo que Séneca era un torero de la filosofía y, por ese mismo razonamiento, puedo utilizar la incongruencia y el anacronismo de decir que era un señorito andaluz. Torero por su estilo cordobés, ceñido y escueto, como el de Manolete; señorito porque poseía millones de sestercios, aunque prefiriera dormir sobre un tablón.

Escribió 124 cartas y 20 libros. Se burlaba de quien tuviera una biblioteca de 100 libros porque, según él, nadie tiene tiempo en la vida para leer con rigor 100 libros. Como buen español, siempre vivió obsesionado por su propia muerte. Lo dice Ciorán, toda santidad es más o menos española. Séneca comprendió que si Dios fuera Cíclope, España le serviría de ojo. Amaba a Córdoba, no por ser grande, sino por ser suya. Su madre lo llevaba de niño al teatro, el mayor de Hispania.

Me enganchó desde que leí Cartas morales a Lucilio, el libro que tengo más subrayado. Los Diálogos, pieza clave para comprender el estoicismo, parece un compendio de la sabiduría y de la paciencia. Iba de ecléctico, porque pensaba que todas las cosas que ves pronunciadas jactanciosamente ante la turba boquiabierta son de cosecha ajena; antes las habían dicho o Platón, o Zenón o su puta madre.

Escribió para los pobres en una mesa de plata y comentaba, citando a Epicuro, que es cosa de mucha honra la pobreza alegre. «Si vives al dictado de la Naturaleza, nunca serás pobre, pero si vives al dictado de la opinión nunca serás rico». Los obispos le copiaron después proverbios de su breviario: «Sólo es digno de Dios quien menosprecia las riquezas; serán mucho más conmovedoras tus palabras si las pronuncias vestido de jirones; los frenos de oro no hacen mejor al caballo...». Como después los clérigos, nunca se ajustó a las normas de conducta que él mismo formuló.

Predicaba la sobriedad y fue amado por los romanos. «Te enseñaré una receta para hacerte amar sin drogas, sin hierbas, ni versos mágicos de bruja; si quieres ser amado, ama».

Era vegetariano, tomaba polenta para cenar, si hemos de creer que el busto del Museo de Nápoles responde a la verdad, se parecía a Marlon Brando. Su suerte estuvo condicionada a las matronas de pechos pequeños, que le amaron. Escribe Philipp Vandenberg: «La mujer romana ideal debía ser ancha de espaldas y poseer senos pequeños. Para lograrlo se fajaba a los senos a las niñas». Escribía mientras su esposa hilaba. El bordado era cosa de hombres.

Las mujeres o fueron su perdición o le salvaron. Su madre le protegió; Julia Livia, de la familia imperial, le buscó la ruina del exilio en Córcega; Mesalina, la esposa de Claudio, le persiguió; Agripina, vanidosa y puta, hija de Germánico, sobrina nieta de Augusto, hermana y amante de Calígula, mujer de Claudio y madre de Nerón, le protegió. Le trajo del destierro de Córcega para que educara a un niño pelirrojo y pálido, un monstruito, al que intentaron matar los sicarios de Mesalina, pero al ir a apuñalarle descubrieron una víbora en la almohada, símbolo de la divinidad en Roma. A los 33 años, Mesalina se casó con Claudio, el tartamudo de 58, y la mafia de los cordobeses, protegida por la emperatriz, se hizo con Roma.

Es que Córdoba, ciudad absoluta, llena de melancolía (Iliá Ehrenburg) a la sombra de Sierra Morena, entonces cordillera bética, era una de las romas de la España ulterior que acuñaba moneda. Nunca gozó de buena salud. Calígula le borró de una lista de condenados a muerte porque pensó que moriría pronto de tisis. Su padre fue rhetor, maestro de retórica de la época de Augusto. Tal vez por eso llegó a pico de oro; echaba caramelos por la boca. «¿Preguntas que es la libertad? No temer ni a los hombres ni a los dioses, no desear nada deshonesto ni desmesurado, tener absoluta posesión de sí mismo».

Su madre le inculcó que un día del hombre instruído dura más que la vida más larga de los ignorantes. Muy pequeño se traslada a Roma. Nunca cayó bien a Calígula que lo definía como «arena sin cal». Lo nombraron preceptor del príncipe, que ya lo habían pervertido entre un bailarín, un peluquero, dos bujarrones. Cuando Agripina fue asesinada por Nerón, se quedó indefenso, aunque Roma lo aclamaba como al gran prosista, el gran orador, el árbitro de la moral.

Denunció el poder destructivo del dinero que enfrenta a padres y a hijos, prepara venenos, entrega espadas tanto a asesinos como a legiones. Tenía una idea desdichada de los hombres, víctimas de la lujuria y de la ira; despreciaba a la plebe. Creía que nada hay más inconsciente que la masa. «Las fieras carecen de ira, así como todos los seres a excepción del hombre. No hay pueblo que no sufra el azote de la ira, tan poderosa entre los griegos como entre los bárbaros».

Los primeros cristianos se inventaron una falsa correspondencia entre San Pablo y Séneca. «La mentira parece haberse forjado en torno al siglo IV y por sí sola es indicio de la popularidad de Séneca en círculos cristian0s» (Carmen Codoñer). El periodo vivido por Séneca en los reinados de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fue convulso, lleno de crímenes.

Estuviera o no vinculado a la conspiración de Pisón, aspirara o no a suceder a Nerón, lo cierto es que un día los soldados rodearon la villa. Pero no se atrevieron a matarlo. Nerón preguntó a los centuriones: «¿No hizo preparativos para quitarse la vida voluntariamente?». «No», contestaron. «Entonces regresad y anunciad a Séneca la muerte».

El cordobés pidió tablillas para escribir su testamento; no le dejaron. Se volvió a su mujer y a sus amigos, y como si brindara un toro, comentó: «Os lego la imagen de mi vida». Pidió a su esposa, como 2.000 años después hizo El Cordobés, que no guardara luto por él, pero Paulina unió su suerte a la del sabio. Se cortaron las venas de las muñecas con un cuchillo. Como se prolongara la agonía pidió veneno y murió sofocado por el calor. Como Sócrates, convirtió su salida del mundo en un espectáculo. Escribió antes: «Hay quien va a la muerte airado, pero la recibe con una sonrisa aquel que se ha preparado largo tiempo para semejante trance».

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