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10/02/2005

Horacio Bernades ● www.pagina12web.com.ar

Un héroe griego devaluado
Alexander, nueva prueba de la fascinación que sobre Oliver Stone ejercen los hombres poderosos.

En un momento dado, Alejandro, que no por nada fue discípulo de Aristóteles, sostiene frente a un interlocutor un monólogo en el que se sirve de la luz del sol y la sombra proyectada para una metáfora sobre la energía afirmativa (representada por el dios Apolo) y la otra, la que descansa a su vera. Se supone que el símil representa el modo en que el joven Alexander se percibe a sí mismo: ensombrecido por la luz que emite su padre, el rey Filipo de Macedonia. Pero sucede que en esa escena, el interlocutor del futuro héroe es Bucéfalo. No se trata de su mejor amigo. O tal vez sí lo sea. Aunque difícilmente Bucéfalo pueda seguir el razonamiento del conquistador, ya que no es otro que su caballo.

Llena de momentos así está Alexander, nueva prueba de la fascinación que sobre Oliver Stone ejercen los hombres poderosos. Después de JFK, de Nixon y de sus documentales sobre Fidel Castro y Yasser Arafat, el realizador se retrotrae hasta la Antigüedad para cantar la loa del hombre que a los 27 años había conquistado la casi totalidad del mundo conocido. Que el tema es el Poder Absoluto queda claro en la escena introductoria. En su lecho de muerte el Magno pronuncia unas últimas, enigmáticas palabras, para dejar caer de su mano cierto emblemático anillo. Si la escena evoca otra es porque –créase o no– Stone eligió comenzar su película igual que El ciudadano.

El guión emparenta al héroe no sólo con Edipo, sino también con Prometeo y otros mitos. Lo cual, como todo en la película, está mostrado de modo escolar, en una escena en la que su padre hace, frente al pequeño Alejandro, un rápido repaso de la mitología griega. Hijo de Filipo (Val Kilmer, nuevamente a las órdenes de Stone, tras haber sido Jim Morrison) y de Olimpia (Angelina Jolie, que en la realidad es apenas un año mayor que Colin Farrell), según Alexander el rubio muchacho se habría lanzado a una fuga hacia delante (hacia Egipto, Persia, el Asia Central y la India) para huir de la sombra de su padre y madre. Odia al padre, pero se convertirá en el hombre más poderoso del planeta, para demostrarle lo que vale. Ama a su madre, como bien queda expresado en una escena en la que parece a punto de ser absorbido para siempre por los labios de Jolie.

Duplicando su destino, trágico al fin como buen griego, terminará proyectando sobre su futuro (como en aquella metáfora sobre el sol y la sombra) su propio pasado, al repartir sus amores adultos entre el fiel Hefestos (Jared Leto) y una bella mujer persa, Roxana (la latina Rosario Dawson). Con música de Vangelis, Christopher Plummer haciendo de Aristóteles y un plúmbeo Anthony Hopkins en el papel de Ptolomeo (general de los ejércitos de Alejandro y narrador de la historia), más allá de sus ingenuidades y simplismos Alexander resulta una desencaminada muestra de superespectáculo. En lugar de privilegiar la acción, aquí todo está dicho, explicado, remachado y subrayado. No exactamente dicho, sino gritado. Como si se tratara de un superculebrón televisivo, en el que ni los caballos se libran de los monólogos más pomposos. Y no hay Rosebud a la vista.

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