Nekane Goñi http://blogs.publico.es/nekane 26/04/2013

Un grupo de investigadores de Ingeniería y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Cádiz ha conseguido un gran logro de arqueología culinaria: ha desentrañado la composición del garum, algo casi tan complicado como definir el origen del maná de la Biblia. Ellos lo han llamado Flor de Garum y lo presentan como una salsa ligera, entre verde y marrón claro y un profundo sabor a mar. Procede de la caballa o del atún e hizo famosos en la antigüedad a sus elaboradores de Cádiz y de Cartagena. Aromatizar con él nuestros platos actuales sería un requisito indispensable para tener una referencia, aunque sea ligera, de a qué sabía lo que comían en la antigua Roma.

Porque sí. Eran unos glotones. Lo de las grandes orgías precedidas de largas horas de un consumo desproporcionado de alimentos, no es leyenda urbana. De hecho, el primer libro de cocina se lo debemos a un tal Marco Apicio, que se dedicó a recopilar las recetas de la cultura griega y de las que se aplicaron a la gastronomía romana.

¿Podríamos comer ahora como romanos antiguos? Me temo que no, sobre todo por las cantidades. Les encantaban, por ejemplo, los rellenos. Pero nada de un pollo o un capón. Los cocineros romanos rellenaban, como poco, un cerdo. Y llegaban incluso a rellenar y comer burritos porque –como veremos después- ellos no le hacían ascos a nada que se pudiera masticar. El plato acababa siendo como una matrioska: un asno, relleno de un cerdo, a su vez relleno de un pavo que está relleno de pajaritos. Lo que se dice un festín, vamos. Tampoco aguantaríamos una cata: las salsas eran fortísimas y hacían que todo acabara sabiendo igual. Mezclaban pescados y carnes. Aprovechaban absolutamente todo lo que un humano puede digerir de un animal. La cantidad de especias era asfixiante. Hasta el vino era una especie de pócima que había que rebajar con agua.

Pero hay alimentos que han perdurado hasta ahora, como las morcillas o el foie, fruto del mismo tratamiento de atiborrar a una oca, que se utiliza ahora. Prácticamente comían las mismas frutas y verduras, aunque con menos variedades. No conocían, lógicamente, la patata y los tomates que después se traerían de las américas. Se endulzaba con miel, porque la caña de azúcar era un cultivo exótico. Pero el mundo de las especias tampoco ha cambiado tanto a lo largo de los siglos. Quizás sólo en términos de valor económico. Entonces era moneda de cambio y los silos de almacenamiento se vigilaban porque entonces también había butrones y antes de que te dieras cuenta te podían haber esquilmado la pimienta, el orégano o el jengibre, con lo que había costaba llevarlo hasta allí por la grandes rutas de las caravanas.

Otra cosa que no ha cambiado con los siglos es que los que comían hasta hartarse eran los ricos y los que lo hacían para sobrevivir eran los pobres. La inmensa mayoría de la población en todas las culturas y civilizaciones se contentaba con el plato más universal: los cereales. Ya sea en forma de pan, de gachas, de tortas… era el alimento que garantizaba la subsistencia, por lo menos hasta que llegaron las patatas. Es posible que alguno de nuestros panes, los más integrales, puedan saber parecido, pero es improbable. Desde que el hombre empezó a cultivar se han utilizado el mijo, la cebada, la avena, la escanda… Y cómo no, el trigo en sus miles y miles de variedades a lo largo de la historia. La imagen de un campo de cereal hace referencia siempre a un periodo de prosperidad.

Conforme nos vamos acercando a nuestros días se hace más fácil recuperar platos antiguos, pero sigue siendo algo muy laborioso. Entre otras razones, porque hasta principios del XIX la mayor parte de las recetas se quedaban en el ámbito doméstico y sólo se cuenta con la tradición oral. Esa el la dificultad con la que se ha encontrado –y ha superado- Ana Bensadón, la autora de “Recetas endiamantadas”, un título muy evocador para un recetario sefardí. Pero hay más razones y muy significativas. Por ejemplo, se cocinaba siempre a fuego lento, la única posibilidad porque en la mayoría de los casos se hacía con carbón y con todo el tiempo del mundo por delante

¿Era mejor aquella cocina? Ana pone, en el lado positivo, la naturalidad de los alimentos porque no había pesticidas y porque no había más remedio que comerlos en su momento de frescura, sin capacidad de conservarlos. Lo peor, lo mismo que hasta hace bien poco se mantenía en nuestra cocina tradicional: las grandes cantidades de grasa. No había nada light entonces pero tampoco había ninguna necesidad de establecer una categoría de alimentos “biológicos”. Todos lo eran.

DEL CERDO TODO SE APROVECHA
Gracias a los investigadores de los que hablamos al principio no hay nada que impida cocinar un plato traducido por Bertrand Guégan de la obra de Marco Apicio. Si conseguís hacerlo, éxito no se si tendrá, pero seguro que nadie lo olvidará jamás. Ahí van las “Vulvas de cerda rellenas”.

Para el relleno: carne de cerdo en pedazos, pimienta, comino, la parte blanca de dos puerros, un poco de ruda, piñones y el imprescindible garum. Con ello se rellenan las vulvas, que se cocerán en agua a la que se ha añadido aceite, eneldo, puerros y otra vez garum.

Me temo que el mayor mérito de este plato es un imprescindible paso previo: la escrupulosa limpieza de las vulvas de cerda. Entre los ingredientes no están los huevos. Pero yo diría que sí hacen falta.

FUENTE: http://blogs.publico.es/nekane/2013/04/26/arqueologia-culinaria/